miércoles, 31 de agosto de 2016

Veraneo Olímpico (y dos)

    Antes de que se acabe agosto (queda menos de una hora) voy a rematar los agradecimientos veraniegos, no sea que llegue septiembre como llega siempre (como una ola de aquellas que cantaba Rocío Jurado) y se me agrie el carácter y ya no tenga ganas de agradecer más. 

    Gracias a este verano olímpico precisamente por serlo. No hay nada mejor para darse uno cuenta de lo poco que tiene que hacer,  que espanzurrase en un sofá después de comer y ver por la tele carreras de piraguas o combates de lucha libre. Dicho sea de paso, los juegos olímpicos nos sirven para darnos cuenta lo que se matan a entrenar algunos para acabar quedando cuartos (véase mi paisana la judoka Bernabeu, que hay que ver cómo lloraba) y pasar con pena y sin gloria, y lo sobrevaloradas y sobrepagadas que están las estrellas del balón por darle patadas al susodicho un par de veces por semana y retirarse al vestuario cojeando apenas reciben un puntapié. Me gustaría saber cuántas horas ha echado en el gimnasio la niña gimnasta americana esa que medía un metro cuarenta y pegaba saltos de hasta dos, comparado con las horas que entrena Cristiano Ronaldo. Vivan los deportes olímpicos, incluido el tiro con arco, y abajo la Liga de fútbol y la Formula Uno, a la que no sé ni siquiera cómo aún llaman deporte!

    Gracias a mi playa por estar siempre donde está, con esas mareas que la agrandan y la achican a veces hasta uno o dos kilómetros, y me permite cada mañana comprar a crédito y a golpe de correr por ella, las calorías que en forma de churro consumiré después. De paso, gracias a mis churreros de cabecera, Use y Olga, dueños de una inmensa sonrisa y de la mejor churrería de España, y he probado muchas.  Gracias a las hermanas Aguilera, por ser dueñas del chiringuito temporero más apañado de la playa, donde se comen los mejores arroces y los mejores aliños y donde la caballa a la plancha es un manjar de dioses. Y gracias a Juan, que practica la filosofía en el jardín, como otros hace siglos practicaron la filosofía en los templos del saber, llegando al mismo resultado. Que sería de mí si todos vosotros faltarais a mi cita anual!

    Gracias al oceano Atlántico por elevar su temperatura al menos un par de grados este caluroso verano, pues de esa manera me he bañado cada día, yo,  que de natural soy perezosa para el agua. Gracias a las lágrimas de San Lorenzo, por provocarme, como cada año el diez de agosto, una buena tortícolis de tanto mirar al cielo buscándolas sin encontrarlas. Gracias a Portugal, por estar ahí al lado con sus pasteles y sus flanes, el único pecado dulce que me permito de vez en cuando porque además lo disfruto, no como otros postres y tartas que me los como por comerlos. Gracias a los políticos, por estar relativamente calladitos durante un par de semanas y dejarnos que viéramos las Olimpiadas sin tener que hacernos cargo de su inutilidad como servidores de la cosa pública. 

   Gracias a los libros, por ser un buen sustitutivo de la wifi, y a la wifi, por no llegar de vez en cuando a donde sí llegan los libros. Gracias a mis muchos amigos repartidos por España por darme conversación y no recordarme que no vivo en España. Gracias a mi tierra castellana, por seguir fabricando el pan blanco de toda la vida;  y  gracias al aire acondicionado, por ser el mejor remedio frente al tórrido verano de Castilla. 

    Gracias a todos ustedes, lectores y sin embargo amigos, por seguir leyendo estas líneas que ya han cumplido cinco años y con ésta, 462 entradas. Les ruego disculpen mis errores, tantas veces tipográficos y mis repentinas desapariciones de la blogosfera, que coinciden casi todas con las vacaciones veraniegas. No se vayan de mi lado, aunque muchas veces me digo que para qué, sólo por los cerca de doscientos lectores semanales que a veces están (según me informa Blogspot.com) en sitios que no he pisado nunca como la India o Chile merece la pena seguir escribiendo. O no?

lunes, 29 de agosto de 2016

Veraneo olímpico

    Hay veranos con Olimpiadas y veranos sin deporte ninguno; como hay veranos sin veraneo y otros, como el que yo acabo de disfrutar, con veraneo olímpico.  En el reparto del 2016 de la diosa Fortuna, a mí me ha tocado un veraneo de los de antes, de aquellos que disfrutaban algunos de nuestros abuelos (ya sé que no todos, no he nacido ayer) largo, intenso, variado en destinos y paisajes, caluroso y entrañable, festivo y disfrutón. Por eso, creo que es de recibo dedicar esta entrada, que hace la número 460 e inaugura el quinto año (quinto!) de mi Blog a dar gracias, así de simple. 

    Gracias a los aviones por existir, sin ellos mi vida sería bastante menos divertida de lo que es; mis sueños se quedarían en sueños y no se cumplirían como muchos de ellos se han cumplido y las distancias que ahora cuento en dólares a pagar y horas a pasar en el asiento de la clase turista, serían muros infranqueables. En el capítulo de sueños cumplidos, crucé el Golden Gate caminando,  pasé una maravillosa semana en San Francisco y mis pies se posaron en lo más profundo del Gran Cañón del Colorado, gracias. Y gracias al helicóptero en el que visité el Cañón por no caerse, pues debo reconocer que esa ha sido la parte de mi veraneo en la que he dado un paso adelante para no ser la más miedica de la familia. Gracias a Troy, el jovencísimo piloto que se parecía a Tom Cruise por llevarnos y traernos sin más percance. 

   Gracias a nuestros amigos Bishop por existir, acogernos en su casa por segundo año consecutivo, y compartir con nosotros la vida comunitaria de su barrio, las peleas adolescentes, los cumpleaños y las cervezas artesanas de Virginia; gracias por enseñarnos tantas cosas que desconocíamos de la vida americana y que ahora echamos de menos. Y gracias por comerse mi paella...Esa sí que fue una prueba de amistad!

    Gracias al policía-taxista de Las Vegas por aconsejarnos la visita al museo de la Mafia; al taxista Iraní de San Francisco por explicarnos la diferencia entre los Chiitas y el resto y a los recepcionistas más amables y serviciales del mundo que pueblan los hoteles norteamericanos. Y gracias a Tom, el conserje de San Francisco que durante tres días me buscó entradas para ir a ver a Pink Martini que tocaban con la Sinfónica, y que no encontró. Gracias a United Airlines, por evitarnos una tempestad en Chicago y a pesar de lo que protesté, acabar devolviéndonos dinero. 

    Y gracias a mis hijos, viajeros ya infatigables, que caminan horas y horas sin rechistar y madrugan rechistando, pero madrugan cuando es necesario; que se maravillan (ahora sí, por fin!) con las cosas que les enseñamos y que ahorran para volver un día a Las Vegas;  que se tragan muchos museos y monumentos varios solo resoplando y esperando que por las tardes les dejemos quedarse en el hotel al calor de una buena wifi. Y por supuesto, gracias a mi santo varón,  por conseguir entre ambos no ser parte de ese elevado porcentaje de parejas que, según dicen,  se separa después del verano porque la intensa convivencia vacacional se les hace insoportable.  Y gracias, faltaría más, a la suerte que tenemos de poder permitirnos estos periplos, con salud, con dinero y con amor, como diría la canción. Y como el veraneo ha sido olímpicamente largo, me quedan otro montón de agradecimientos para una segunda entrada que les prometo de aquí a dos días, como mucho.  Ya sé que he estado muy calladita en las últimas tres semanas, gracias a no tener wifi, que de vez en cuando también es una bendición!


martes, 2 de agosto de 2016

El arte de claudicar

    Doy por hecho que casi todos ustedes tienen un paisaje con figuras que, ciertamente añoran y que se llama infancia; y que dentro de esa infancia subjetivamente idealizada, el verano ocupa un lugar especial. Los míos, ya les he contado muchas veces,  eran veranos campestres, de botijos y borriquillos, de higos chumbos y fuerte canícula, de muchas horas de sol y largas siestas de los mayores a quienes no se podía despertar so pena de consejo de guerra y trabajos forzados. Ni rastro de cables eléctricos ni pantallas de ningún tipo; las noches servían para mirar las estrellas y escuchar maravillados el ruido de los satélites (o lo que nosotros pensábamos que eran satélites) y de las chicharras. 

    Mis hijos por supuesto no se lo creen del todo. Vueltos de nuestro periplo americano, la segunda parte vacacional no les emociona especialmente porque, como llevo años contando en estas líneas,  es un lugar en el mundo donde no hay wi-fi ni lavaplatos, donde las llamadas de teléfono se entrecortan y la televisión se ve con interferencias. Muchas cosas juntas para unos adolescentes en celo permanente de megabytes. Así que he claudicado, que es un oficio que los padres de familia intentamos evitar pero que todos acabamos practicando: les he comprado un suplemento de datos para que naveguen por Internet lo que quieran (en vez de por el inmenso oceano que tienen a doscientos metros de su casa) y sobre todo para que me dejen en paz. "Claudicar" es el verbo auxiliar de "dejar en paz", por si alguno de ustedes aún no se ha enterado. 

    Gracias al verbo claudicar me voy a tomar todos los churros que me de la gana, cuantas veces se me ocurra, porque además los churreros son amigos míos y no hay cosa que me alegre más la mañana que empezarla viéndoles a ellos; voy a correr y caminar por la playa (alternativamente, un día cada cosa) hasta que me salga el hígado por la boca o al menos esté convencida que los churros no se han fijado para siempre jamás a mi cintura; voy a leer varios libros que tengo pendientes hasta que me escuezan los ojos y voy a pasar revista de un año movidito con mis amistades del lugar, a quienes solo veo una vez al año y bien que me pesa. Mientras tanto, puede que mis hijos hayan conquistado paraísos lejanos repletos de Pokemones o hayan escrito doscientas entradas en Instagram, lo que quieran y cuanto quieran.

    Desde hace un año nos falta mi suegra del paisaje con figuras en el que vivimos, y siempre la recuerdo contestando a sus parientes cuando le preguntaban qué le apetecia como regalo para las fechas señaladas, que ella sólo quería vivir en paz; regalo que no sé si en vida pudimos hacerle. Por eso, como me resulta imposible pelearme por la paz en el mundo, y como el año está bien cubierto de guerras familiares sin cuartel por culpa de Internet y sus tentáculos en nuestras vidas, he decidido firmar un armisticio temporal, comprarlo incluso, puesto que de este armisticio va a salir beneficiada la compañía telefónica; he claudicado y pagado, ellos tendrán sus datos móviles y yo, con un poco de suerte, la paz. 

    Y como hoy se cumplen cuarenta años de la muerte de Cecilia, les dejo con una de sus canciones, mi favorita, para más señas, que es una canción pacifista de cuando Internet no existía. Y que está escrita por alguien que, como yo, vivió muchos años fuera de su país.