martes, 27 de junio de 2017

Cosas veredes

    Cuando Pedro Almodovar comenzaba a ser un cineasta conocido fuera de España, mis amigos extranjeros me preguntaban de dónde sacaba esas historias y esas escenas alocadas de sus primeras películas: yo siempre les respondía que lo único que hacía Pedro (eso sí, magistralmente)  era ir por la calle con los ojos bien abiertos y luego contarlo en una película. Cuando comencé a escribir este blog, muchos de mis lectores me hacían esa misma pregunta, creyendo que  las cosas que cuento en él eran fruto de mi imaginación, y no: todo es cierto;  yo también me limito a ir por la vida con los ojos y los oídos bien abiertos y luego contarlo. También es verdad que si la vida me hace visitar cinco veces dos aeropuertos en menos de 48 horas, hay muchas cosas que contar.

   El domingo tarde-noche a Iberia se le avería el avión en el que me tenía que llevar a Madrid. Le puede pasar a cualquiera, de acuerdo. Vuelo suspendido y dos señoritas azafatas que dan una serie de instrucciones a 160 pasajeros contrariados cuyo fin es estar el lunes por la mañana en Madrid como sea. Me salto todas las instrucciones y le digo a mi hija (que me acompañaba y era el motivo de mis urgencias) que corra como si la persiguiera el diablo o aun mejor, como si Justin Bieber y Bruno Mars estuvieran esperándola al otro lado del largo pasillo porque nos vamos pitando al mostrador de reclamaciones a tratar de que nos busquen otro vuelo para el día siguiente. Mi hija me recrimina y me dice que eso no era lo que nos habían dicho y le indico que lo que estamos haciendo se llama desobediencia civil. Conseguimos las dos últimas plazas para el prumer vuelo de la mañana. Creo que lo de la desobediencia civil lo ha entendido.

    Nueva intentona de volar el lunes, tras soportar la poca amabilidad del taxista a quien no le hace gracia que le entregue un bono de la compañía aerea en vez de dinerito contante. Abro un paréntesis: los taxistas de la ciudad donde vivo se merecen que Uber se los coma con patatas, y que conste que estoy en contra de Uber. No pego ojo porque dos chicas detrás de mi intentan  durante dos horas (sin éxito) ligar con un italiano que va sentado con ellas. Me entero que vienen de regreso de China y cuando el avión no ha dejado de rodar por la pista una de ellas telefonea a su padre (teóricamente aun no se puede)  al grito de "papa (sin acento) que ya hemos terrizao"...Tal cual:  está claro que para ir a la china, no hace falta hablar chino, y menos aún un castellano correcto. 

    Paso poquísimas horas en Madrid,  asombrada, pero no  por ver semáforos y pasos de cebra tuneados ni pancartas multicolores por los balcones, que me encantan;  como me encanta esa frase que han imprimido en mil carteles: "ames a quien ames, Madrid te quiere", que demuestra lo que mi amigo madrileño tanto me recalca:  que Madrid es una ciudad acogedora, cosmopolita y "carrefour de cultures" (en francés en el original).Pero no sé hasta que punto me gustaría pasar una semana viendo pasearse por mi ciudad cuerpos no precisamente atléticos en tanga, taparrabos de leopardo y con otro tío sujeto con un collar de perro al lado,  tener todas las esquinas de mi calle llenas de botellines de cerveza vacíos y pensar que aun estamos a lunes...Creo que el cartel  del anuncio y su acertado juego de palabras son bastante ms reivindicativos que la desnudez antiestética; cuando es estética, nada en contra, pero no suele ser el caso. 

   Esta mañana, vuelta al aeropuerto y al pasar el control de seguridad tengo que armarme de paciencia detrás de una bella señorita que pasa con su maleta de mano llena de cosas que no hay que pasar: tijeras de uñas, ordenador metido en una bolsa de plástico, cosméticos miles desperdigados por varios apartados, una botella de agua, las botas altas puestas, ni sé. El agente,  con paciencia infinita le explica cada una de las cosas que ha hecho mal y la mira con embeleso a la vez que registra sus pertenencias con toda la lentitud que la madre naturaleza le dió. Acto seguido, paso yo, pasajera frecuente y bien aleccionada, y me echa la bronca porque mis exiguos cosméticos van en una bolsita transparente que pone IKEA y tiene dos rayas azules: "no es transparente del todo,  señora";  "usted tampoco" les respondo con impertinencia y me digo que es necesario un pasillo rápido para viajeros frecuentes y disciplinados, y otro para las bellas señoritas que no viajan nunca y con quienes los seguratas pelan la pava. 

   Acabo estas líneas y me voy a dormir en mi cama y sin pensar en que mañana me espera otro avión, otro taxista ni otro aeropuerto con sus guardias. Así que, a no ser que tenga una pesadilla horrorosa y quiera contársela a ustedes, mañana no habrá entrada, prometido.

  

lunes, 19 de junio de 2017

Sin sueño en una noche de verano

  Esta pasada noche he dormido mal, y buena parte de la culpa ha sido mía, por esa bendita manía que tengo de darle mil vueltas a todo, algo que no se si está tipificado por los sabios doctores y que, de estarlo, se llamará síndrome de la peonza, o algo así. En lo que inventan una medicina para curarlo,  al menos tengo este blog para contar en voz alta y creer que alguien lee mis cuitas (o giros de peonza) y de paso se ríe un rato. 

    Esta pasada noche en la que muchos españoles no han dormido por culpa del calor, esta española que les habla la ha pasado en Luxemburgo, que es un lugar esdrújulo en el que de vez en cuando me toca dormir no porque vaya a evadir mis exiguos capitales sino porque me lo mandan en mi trabajo. Hacía calor? Un poquito, pero nada que ver con esa caldera con borbotones en la que se ha convertido la Meseta Castellana y buena parte de Andalucía, donde los niños se abanican con los libros de texto (ya queda poco, chavales) los pájaros se caen desmayados de las ramas de los árboles y la gente se entretiene en fotografiar los termómetros callejeros al sol y subir las fotos a las redes sociales. No, el calor no era el problema, es más, he dormido arropada porque cuando llegué al hotel, habían tenido el aire acondicionado puesto como si viniera a dormir una manada de pingüinos, que es algo que piensan a menudo en los hoteles. 

    Tampoco una digestión pesada, ni una sobredosis de alcohol me han impedido conciliar el sueño; como venía a trabajar, he sido buena y me he ido a la cama casi sin cenar. La gastronomía luxemburguesa tiene habas contadas y tampoco me estaba perdiendo nada, por no hablar de los precios que practican en esta ciudad que, con grandes pretensiones llaman "Gran Ducado", y donde
encontrar un pobre es casi casi una casualidad, y eso en año bisiesto. Si acaso, visto el incendio reciente de Londres, me he acostado con cierta aprensión por estar durmiendo en el piso 16 de otra
torre, pero a eso le he dado las vueltas justas, incluso pocas. 

    He dormido mal porque como todos ustedes saben, los tabiques de los hoteles, incluso los de la Europa rica y de hotel caro, son de papel de fumar. Se oyen las televisiones, las conversaciones, las cisternas y las duchas y las sillas que se desplazan. Lo que hasta ahora no había padecido es la imposibilidad de dormir por los ronquidos de el o la inquilina de la habitación de al lado. Como no soy de sueño ligero pensé que me costaría media hora más de lo previsto caer frita, pero cuando ya me cansé de dar vueltas, encendí la luz de la mesilla: las dos de la mañana y al otro lado del tabique alguien que, probablemente en los próximos meses se muera de apnea, tal era el volumen de los ronquidos. Y ahí fue donde mi peonza cerebral se puso en movimiento porque, qué se hace en estos 
casos, llamar a la recepción? Por supuesto que hubiera llamado si el vecino de habitación tuviera 
puesta la televisión a todo meter, o se estuviera dedicando a cambiar los muebles de sitio, o a
montarse un karaoke en privado; o incluso a montarse otro tipo de cosas (aunque en estos casos
siempre conviene ser prudente) pero, es lícito llamar a una recepción de hotel a las dos de la mañana y decir que los ronquidos del vecino o vecina no te dejan dormir? Me hubieran hecho caso? Hubieran hecho algo ellos? A partir de ahí, se puso la peonza en marcha, la noche se hizo muy larga y el sueño, por intermitente, muy corto.

    No sé a cuantos decibelios tienen que llegar los ronquidos para ser considerados contaminación acústica. Supongo que, en España, donde está permitido que una despedida de soltero te cante "clavelitos" varias veces bajo tu balcón en la madrugada, a muchos. Pero ayer en Luxemburgo, cuando llegué por la tarde sólo se oía el canto de los pajarillos y supongo que, por la noche, los ronquidos de mi vecino de habitación. Me hubiera gustado encontrármelo esta mañana en el pasillo y decirle que al igual que la princesa Leia ( Carrie Fisher, vaya) morirá de apnea en no mucho tiempo. Y que conste que yo ronco, y le doy alguna que otra serenata a quien duerme conmigo, pero lo de anoche, queridos lectores, con tabique por medio, fue de cuña publicitaria para vender sprays nasales. A ver si los hoteles habilitan pasillos para los que roncadores convictos igual que hay habitaciones para fumadores!














jueves, 15 de junio de 2017

La transición y sus transiciones

    Tal día como hoy, hace cuarenta años, en mi casa celebrábamos los cuatro años de mi hermana pequeña y mis padres hablaban de votar, a Suarez, supongo. Lo recuerdo todo muy bien, en lo que los teléfonos inteligentes consiguen volverme una persona más idiota, aún conservo cierta memoria viva y certera de algunos capítulos de mi vida: el 15 de junio de 1977 es uno de ellos. Recuerdo que era un día de diario, las primeras elecciones libres de la nueva democracia no podían hacerse en domingo, no fuera que la gente se fuera al fútbol o a la piscina en vez de ir a votar. Mi hermana pequeña le contaba a todo el mundo que "el día de las elecciones" era su cumple, porque así era entonces: un día especial, de fiesta sin ser festivo; de una fiesta que ya nos dura cuarenta años, más de los que aguantó Franco sin bajarse del sillón. Cuarenta años de paz y democracia que algunos se empeñan en menospreciar, porque piensan que esa libertad y esa posibilidad de votar a quien uno quiera siempre estuvieron allí, y no es verdad. Cuarenta años que nuestro parlamento, casi casi se pasa celebrando las ocurrencias de un joven con coleta y con el mayor y más desmedido ego de la democracia: a su lado, el Suarez más chuleta y vanidoso parecería un niño de San Ildefonso.

    Leí hace poco un curioso artículo que comparaba (siempre salvando las distancias cronológicas y el hecho de no tener que desmontar una dictadura) a Emmanuel Macron con el primer Suarez, el de los años 70. Su aplomo, su osadía, las ganas de desmontar la vieja maquinaria política haciendo que se autodestruya ella misma; el fino olfato político, la creación de un partido a su medida y la creencia de que el electorado es una masa de centristas y moderados que, según circunstancias y contexto, basculan hacia la izquierda o hacia la derecha. Me pareció una comparación acertada dentro de las muchas cosas que entre estos dos hombres son incomparables, y le auguro al joven presidente francés mucha suerte en la tarea que le aguarda, que es nada más y nada menos que hacer que Francia deje de ser Francia: esa sí que es una auténtica transición, no menos ciclópea que la de Adolfo.

    Cuando pienso en ese 15 de junio de 1977, pienso también en la transición de tantas cosas que nos han ocurrido en estos cuarenta años, de los que hablo como si fueran diez. De esa familia de provincias con tres niñas vestidas con uniforme colegial soplando las cuatro velas de la tarta de la pequeña de la casa a la tres colegialas convertidas en unas mujeres con familia propia y muchas canas que peinar. De mi propia familia "propia", que en poco más de  tres turnos de elecciones ha pasado de comprar pañales en embalaje familiar, a levantar castillos de arena durante semanas y semanas de playa, a ver la playa reducida a la mínima expresión y a los polluelos volando del nido en este verano raro en el que nos vamos a quedar solos por primera vez después de muchos años de crianza. De esta familia que en pocos meses va a tener un votante más en casa al que, espero que le haya quedado claro que la transición se hizo para que todos, incluido él, votaran.  La Transición de Suarez, y los cuarenta años de votar libremente me han traído de un golpe a la memoria todo un paquete de transiciones varias en mi vida, casi todas felices, para qué negarlo.

    Y por cierto, hermana, antes de que acabe el día, feliz cumpleaños! Cuarenta años después. 

miércoles, 14 de junio de 2017

Acosada

    Yo creía que tener un teléfono de la secta iba a simplificar mi vida hasta límites insospechados; que todo iba a ser cuestión de hacer un click o deslizar el dedo por una pantalla sin más complicación que prestar un poco de atención en  dónde poner el dedo. Creía ingenuamente, que todas esas operaciones que hacía en persona, y todo ese tiempo que perdía hablándole a las centralitas telefónicas y a unas pobre operadoras y operadores que tienen una neurona per cápita lo iba a recuperar para leer, hacer deporte y ver a mis amigos, que son las tres cosas que más me gustan en esta vida. Pues no, nada de eso, desde que tengo el teléfono de la secta, me he lanzado a una vorágine de operaciones telemáticas, que ya no tengo excusa de no hacer "porque mi teléfono es muy malo", que me absorben un tiempo que no tengo y que me dejan con tal paliza mental que ni leo, ni converso,  y como diría Santa Teresa, vivo sin vivir en mí. Esto me pasa por creer en las sectas y en sus santos fundadores, yo que he hecho del agnosticismo un escudo protector! Se ve que no escarmiento. 

    Desde que este electrodoméstico invasor (así lo llama mi amiga Lucia y qué razón tiene!) entró en mi vida, tengo una cuenta bancaria desde donde recargo unas tarjetas de crédito para mis hijos viajeros, cosa que jamás me ocurría antes: mis hijos viajaban conmigo y, por supuesto,  nunca hacía ninguna operación bancaria por Internet; lucho con las administraciones académicas y sus compulsas; compruebo el estado de tráfico aéreo y las tarjetas de embarque de mis múltiples vuelos van a parar a este cacharro sin que yo se lo ordene;  veo el parte metereológico como tres veces al día y los periódicos otras tantas. Hago fotos sin parar de cosas que no quiero que se me olviden, desde el horario de la parada del bus hasta los precios del atún en la pescadería para mandárselos a mi amiga la pescadera del verano y que se santigüe tres veces después de mirarlos. Y sobre todo, tengo la sospecha permanente de estar perdiendo el tiempo cuando se supone que poseer este aparatejo sirve para ganarlo. 

   Me descubro a mí misma visitando páginas de Internet que en otro tiempo o desconocía o no me merecían ningún interés, como las que se ocupan del divorcio de David Bustamante de una tal Paula que resulta que es actriz y encima conocida; o toda una serie de propuestas atléticas para reducir la grasa abdominal o afinar mis piernas; cosas de las que me ocupo yo solita desde hace mucho tiempo sin ayuda de ninguna página web que valga.  Antesdeayer,  sostuve un encendido debate en las redes sobre la gentrificación del churro o su permanencia  en el acervo culinario hispano con toda su grasa y su simpleza. Reconozco que, de haber tenido mi teléfono antiguo,  que tardaba diez minutos en abrir Facebook, jamás hubiera pasado el tiempo que pasé discutiendo de semejante entelequia. Y para colmo, hay una aplicación que me cuenta cada día cuántos pasos he dado y cuántos debería dar para no estar como una vaca. Aplicación ésta última, bastante impertinente, por cierto; porque ayer corrí ocho kilómetros antes de ir a trabajar (a mis años) y ella me dice "siéntate menos y haz algo de ejercicio"...Qué más quiere?

    Así que no sé si mi vida se ha simplificado, pero sí se que me siento acosada por una serie de correos electrónicos, avisos, pitidos, y demás señales auditivas que emanan del aparato en cuestión. Y mi memoria, en otro tiempo fabulosa, está cada vez más agotada de acordarse de miles de contraseñas, passwords, nombres de usuario y claves de acceso para las quinientas cosas que se supone que el cacharro hace por mí pero que en realidad es mentira;  soy yo quien las hace, perdiendo un tiempo infinito y metiendo todas esas combinaciones de palabras ridículas, números, letras y asteriscos y encima pagando, en la mayoría de los casos, los gastos de gestión. Ayer reservé un hotel en Booking y tuve que responder a unas preguntas consistentes en resolver un puzzle para demostrar que no era un robot...Y me quedé pensando si no lo seré realmente!

   Así estoy, acosada, yo diría que hasta sitiada por un ejército de claves y contraseñas sin piedad, todas con su correspondiente corte de mayúsculas, minúsculas, números, signos de puntuación, emoticones, arrobas y señales auditivas varias. Y para colmo, a los de la comunidad de vecinos de mi casa playera les ha dado por instalar una wi-fi en aquel que yo pensaba era el último reducto de mi tranquilidad. Acabaré comprándome una casa en los montes de Teruel, que dicen que es el único sitio de España donde no hay cobertura. 

   


jueves, 8 de junio de 2017

Héroes y mártires

    Es muy difícil ser un héroe y poner a todo el mundo de acuerdo, incluso para los que lo son en olor de santidad ( nos acordamos de todos los palos que le llovieron a la madre Teresa de Calcuta?) y para quienes nunca han buscado serlo, como el pobrecillo de Ignacio Echevarría, de quien dudo mucho que buscara ser portada en los periódicos ni siquiera de haber sobrevivido a las cuchilladas que los musulmanes enfurecidos le asestaron buscando ganarse por la vía rápida el paraiso con todas sus vírgenes incorporadas. 

    Admiro muchísimo a los caricaturistas y dibujantes de la prensa escrita (con Forges a la cabeza) me parecen un dechado de ingenio y de rapidez mental, y hoy han echado el resto con este chico que salió a darse un garbeo con su monopatín y no volvió nunca jamás para contarlo. Lo han dibujado como un héroe del dos de mayo, a las puertas del cielo saludando a Don Pelayo y de la mano de Superman o de toda la corte de Marvel. Supongo que a su familia le gustará ver el gesto del hijo reconocido, engrandecido, dibujado o como sea. De ese hijo que vivía en Londres como tantos hijos de la España post-ladrillo, donde trabajaba en un banco; de ese niño grande que a sus 39 años se paseaba por la ciudad con su monopatín que le sirvió para salvar la vida de una mujer pero no la suya propia. De ese niño que podría ser el mío en pocos años, ahora que se va a echar a volar por el mundo; o mi propia hija, que practica el deslizante y difícil arte del monopatín en cuanto puede. Como me estoy haciendo mayor, y mis hijos ya están empezando a tener vida propia lejos del nido, me pongo en el lugar de los padres de Ignacio, no puedo evitarlo. Como también soy muy pesada y vivo en una ciudad con cuota propia de muertes por culpa de la Guerra Santa, ya les he dado mis particulares instrucciones en caso de lío con tufo de atentado, consistentes en correr todo lo que se pueda en dirección contraria a donde está el lío. Instrucciones que me aplico a mí misma, a mayores de localizar las salidas de emergencia de todos los edificios peligrosísimos donde trabajo, para lo cual me he tenido que chupar varios cursillos, lo reconozco. 

   Pero lo que hoy me maravilla y me hace escribir estas líneas es la idea del héroe a la fuerza, del poco pudor que muchos demuestran ante quienes no quieren serlo. La ejemplar familia de Ignacio ha tenido que salir en la prensa declarando que el trato que han recibido por parte del gobierno británico ha sido correcto cuando la prensa canalla ya estaba buscándole las vueltas al asunto y algún que otro columnista rancio y trasnochado ha aprovechado para hacer leña del árbol caído. Ellos tampoco quieren ser héroes, sólo enterrar a su hijo, de quien, como me ha mandado una amiga por Whatsapp, nunca vamos a olvidar la cara de simpaticón que tenía y esa sonrisa amable de dientes separados. 

    Lo demás es todo palabrería. Los mayores héroes de la historia acometen actos heroicos sin pretender serlo, y por supuesto, sin pensar en morir por ello. Mi gran héroe siempre fue mi padre, que aguantó sin decir ni pío toda la  cena de una boda para no aguarle la fiesta a la novia cuando estaba cosido a dolores y desgarrándose por dentro con un aneurisma que se lo llevó al huerto de los callados con las primeras luces del día. El, como Ignacio Echeverría, tampoco había planeado morirse, ni siquiera heroicamente, pero así es la vida de absurda y traicionera. Luego están los de las películas de Marvel, que esos sí hacen planes, y generalmente les salen bien...Descanse en paz Ignacio Echeverría y dejémosle los demás que así sea. 

   

viernes, 2 de junio de 2017

Cien años, tres veces.

    Hace dos días, el 30 de mayo, las fuerzas armadas españolas celebraron su día, los Fernandos su santo, mi amiga Adela su cumpleaños y los lectores de todo el mundo, el cincuenta aniversario de las primera publicación en Buenos Aires de "Cien años de soledad".

    En marzo de 1967, un editor bonaerense, Francisco Porrúa recibía el manuscrito enviado por un periodista colombiano llamado Gabriel García Márquez, con una nota que decía "si no te gusta, rómpelo; olvidaré esta novela". Muy seguro tenía que estar el amigo Gabriel de la validez de su obra, para sugerir al editor que la rompiera después de haberse pasado 18 meses encerrado en casa y fumando sin parar para escribirla mientras su señora hacía lo que podía para mantener económicamente a la familia. El resultado a la vista lo tienen ustedes: más de 30 millones de ejemplares vendidos en ilimitadas ediciones y traducciones a más de cuarenta idiomas, incluidos el Esperanto y varias lenguas indígenas de Sudamérica. Cierto que Ken Follett y si me apuran, hasta las sombras esas de Grey (ni recuerdo la autora) venden tantos libros como esos, pero el de García Márquez no es una lectura fácil, y se publicó en los años en los que Internet y Amazon no eran ni siquiera una posibilidad. 

    Ya les he hablado innumerables veces de mi admiración por García Márquez y de lo mucho que lloré su muerte, a pesar de que nunca le perdonaré su apoyo incondicional a Fidel Castro. Creo que ya les he dicho también en varias ocasiones que este libro ha sido una lectura esencial en mi vida. El primer ejemplar de los dos que tengo, me lo regaló mi padre en la feria del libro de 1981: yo tenía 16 años y lo leí como si me fuera la vida en ello.Se atreven ustedes a proponérselo a sus hijos de 16 años? Yo no, pero esa es otra historia. Después lo leí por segunda vez en el año 2000, aprovechando una estancia de un mes en Colombia. Me pareció entonces que la ocasión la pintaban calva y que entendería la novela todavía mejor. No sé si lo logré, pero si sé que a pesar de pasar noches sin dormir a caballo entre un bebé recién nacido y varias preocupaciones burocráticas, las peripecias de José Arcadio Buendía y su prole me resultaron aun más fascinantes que la primera vez. 

   Ahora, en junio del 2017, me preparo a leer por tercera vez el mismo libro, el único libro que voy a leer por tercera vez (la prueba de la segunda lectura la han pasado varios, pero la tercera sólo éste). Qué me aportará en esta ocasión? Aprenderé algo nuevo? Me veré más vieja porque ya no me impresiona tanto esta lectura como las dos anteriores? O al contrario, me impresionará todavía más la vida de unas gentes que "condenadas a cien años de soledad no tendrán una segunda oportunidad sobre la tierra"...Les pareceré pueril o quizás hasta idiota, pero la posibilidad de meterme a leer de nuevo un libro que me entusiasma me pone de buen humor y me resulta tan excitante como el estreno del último episodio de "Star Wars" o la espera de la siguiente temorada de "House of Cards"; para que vean que no sólo vivo encerrada entre libros viejunos.

    Me pregunto de paso, que ocurriría si la vida de las personas, nuestra vida, se pudiera reescribir o simplemente releer como los buenos libros: qué cambiaríamos, que dejaríamos sin tocar; que capítulos serían merecedores de un subrayado y cuales sería mejor olvidar. Como no puedo esperar tener tres vidas ( ni siquiera una segunda, que ya es fastidio) me tengo que limitar a leer uno de los libros de mi vida por tercera vez y esperar que las páginas de esa lectura me hagan revivir espisodios de la mía propia. Preparados? Listos? Pues comenzamos: 

   "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en la que su padre lo llevó a conocer el hielo".