lunes, 31 de julio de 2017

El ruido por derecho

    Para suerte de mi amiga Guio, que quiere que le escriba una entrada cada día, sigo cerca de una wifi, no sé si por mucho tiempo. Y sigo dándole vueltas a una frase que me espetó una colega extranjera después de pasar unas vacaciones a caballo entre Madrid y Mallorca: "para los españoles, el ruido es un derecho humano". En aquel entonces, hace unos años, me pareció que exageraba; ahora me apropio de la frase y la suscribo pues, efectivamente, los españoles acatan un derecho humano no recogido en la Carta Internacional de los mismos que dice que uno hace ruido donde quiere, cuando quiere, a cualquier hora del día y (sobre todo) de la noche y que el prójimo se aguanta si le molesta porque haberse puesto él a hacer ruido primero. No creo que sean los muchos años de expatriación, aunque sin duda contribuyen, los que me hayan hecho llegar a tal conclusión. España entera es un ruido descontrolado y creo recordar, sin dejarme invadir por la nostalgia, que hace años, sin tanta legislación medioambiental por medio, no era así. 

    Uno entra en un bar y hay una televisión a todo meter que nadie escucha, porque es imposible con el ruido de la máquina del café que parece funcionar con un motor de avion, el camarero que seca platos y tazas y los deja caer de golpe sobre la barra uno a uno, el ciego que entra a vender los cupones, la máquina tragaperras que suelta su cancioncilla, los niños que gritan y los mayores que discuten; y todos a una, Fuenteovejuna, sumando  decibelios que tienen como culmen al camarero cantando los pinchos y tostadas que hay que sacar de la cocina. Y con suerte, habrá quien pida que se suba el volumen del televisor, que no se oye bien. 

    Las calles españolas las riegan a las siete de la mañana con unos compresores de agua que parecen anunciar el apocalipsis, el césped se corta en los jardines a la hora de la siesta y las ciudades de provincia reciben cada fin de semana una invasión de solteros y solteras que se despiden de su alegre  condición de ídems, cantando de madrugada "despacito" o llorando la borrachera a grito pelado. Las playas están llenas de jóvenes que hacen corro alrededor de esos terribles altavoces portátiles que escupen Reguetón a un volumen suficiente como para que se oiga en Siberia, los coches, a pesar de tener aire acondicionado, llevan  las ventanas bajadas para que nos enteremos cual es la música que le gusta al vaina que conduce, y la televisión del vecino se oye mejor que la nuestra propia. 

    Exagero? A lo mejor un poco, pero vengan a pasarse un verano a España, que es noche y día un país de puertas y ventanas abiertas, prueben a desayunar en un bar, mejor aún, en uno de carretera y se darán cuenta que en este mi querido país, efectivamente, el ruido no es una molestia, es un derecho humano! 

domingo, 30 de julio de 2017

El verano que hay en mí

    Estoy en mi casa del pueblo leyendo la última novela de Isabel Allende, cuyo título es la mitad de una famosa cita de Camus: "màs allá del invierno aprendí que había en mí un verano invencible". Permítanme un inciso: cada vez me gusta más Isabel Allende, aunque los críticos la pongan a caer del burro y los eruditos piensen que es una nueva Corín Tellado. Es quizás uno de los pocos escritores y escritoras que ha conseguido escribir una novela que me haya cautivado en cada una de las décadas de mi existencia; además de su actual compromiso con los emigrantes y su fascinación por la épica de la era colonial americana, cosas que comparto con ella, fin del inciso. 

    A lo que íbamos: hay en mí un verano invencible. Incluso este año, cuando parecía que el invierno y sus nubarrones se extendían más de la cuenta en forma de muertes de amigos, separaciones, olvidos, adolescentes tardíos, sin viajazo familiar por circunstancias varias y mes de julio por trabajar; incluso este año el verano ha acudido a su cita conmigo, soleado y caluroso como acostumbra, lleno de sitios por ver y amigos con quien charlar; lleno de churros, jamón y gazpacho, los tres alimentos que sacian mi hambre y reconfortan mi espíritu; de noches de cielo limpio y estrellado en la Meseta y con la promesa de muchos días de playa Atlántica por llenar. El verano es un amigo fiel desde hace muchos años, siempre acude cuando le llamo y pocas veces me falla. Yo soy buena con él (y con casi todo el mundo, vaya) y él, en justa correspondencia, se porta bien conmigo. 

    Hay un verano en mí, quizás, como decía Camus, invencible, porque siempre saca pecho por mí y me regala días largos, cariño familiar, confidencias a medianoche, mar ilimitado, música de flamenco, helados de limón y olor a jazmín. Es un verano en el que pienso continuamente cuando los rigores del invierno se ceban conmigo y me parece que el año sólo tiene dos estaciones: una que es una castaña y que hay que soportar y otra que es la que hay que vivir. Sé que exagero, que es la única figura literaria a la que podemos recurrir los que no tenemos talento literario, pero así es y si no, díganme por qué Ken Follett le pone como título "El invierno del mundo" a una novela sobre la Segunda Guerra Mundial y sin embargo, la canción que tarareamos en bodas y verbenas y nos sabemos todos es "Un rayo de sol" ...

    En estos momentos, el verano que hay en mí está brotando cual fenomenal sarpullido y yo no pienso vacunarme contra él. A cambio, tendrán ustedes que ser un poquito indulgentes con la bloguera (sabes que lo siento, querida Guio)  que no siempre tiene wifi y escribe en un teclado táctil donde se deslizan erratas como lagartijas. El verano invencible, en mi caso, demanda un poquito de desenganche tecnológico; yo se lo concedo porque volver a la caverna también es bueno para mí. Y a todos ustedes les deseo que, más allá del invierno, encuentren un verano a su gusto. Cambio y corto. 

domingo, 23 de julio de 2017

No son tan listos

    Creemos que el futuro va a estar en manos de una generación de criaturas desenvueltas, espontáneas y plurilingües, educados en más o menos buenos colegios, deportistas, tolerantes y crecidos en democracia. Criaturas que no sólo no han pasado hambre sino que tampoco la pasaron ni sus padres ni sus abuelos; que han veraneado desde pequeños y han nacido con España dentro de la Unión Europea y el Euro llenando sus bolsillos. Niños que saben manejar todo tipo de dispositivos electrónicos, más o menos inteligentes (los dispositivos) que han puesto un pie en el extranjero varias veces y presumen de saber de casi todo; que han probado la comida japonesa antes que el bocadillo de calamares y hacen compras por Internet sin saber ir a buscar un mero a la pescadería. Hijos de un Occidente adormecido  y menguante que no sabe como enfrentarse a los hijos de un Oriente conflictivo y creciente. 

    Creemos que son estos chicos, ágiles, delgados, bien vestidos (dicen  ellos) que saludan en tres idiomas pero escriben el suyo con enormes faltas de ortografía, los que tendrán que salvar el planeta de las garras del agujero de ozono, remediar la superpoblación, acabar con el hambre en Africa y parar las migraciones; los que tendrán que dilucidar si la oveja Dolly es viable en versión humana, si es posible seguir fabricando coches y envases de plástico al ritmo que lo hacemos y si realmente la democracia, como dijo el viejo Churchill, es el menos malo de los sistemas de gobierno. 

    Pensamos ingenuamente que, como han recibido la mejor formación posible, estudiado sin tener que trabajar y heredado de sus mayores cierto bienestar económico, son ellos los que harán lo posible para que las generaciones venideras puedan disfrutar de otro tanto. Pensamos que son listísimos, porque son ellos los que descargan el Netflix (aunque lo paguemos nosotros) y nos arreglan el móvil cuando se atora en una de sus miles de pantallas; o porque todos quieren ser ingenieros aeronauticos o expertos en matemáticas financieras (y ninguno maestro, qué casualidad) carreras de las que más de uno sale escaldado por no reconocer que lo que le gusta de verdad es la filosofía o la historia. Pues bien, queridos lectores y amigos todos, vengo a anunciarles una mala, incluso malísima noticia: no son tan listos. 

    Estos adolescentes que parecen comerse el mundo no se leen más que un libro al año y eso, porque se lo mandan en el colegio. Como no leen, no saben escribir, o lo hacen  con faltas de caerse de espaldas; y como no saben escribir, tampoco saben expresarse en público ni tienen las ideas claras. La mayoría de ellos no saben sacar las ideas principales de un texto y expresiones como "domiciliar un pago" , "recurrir una sentencia" o "hacer un glosario" les parecen frases extraídas de una conversación entre marcianos. Viajan mucho,  pero no llegan a ver la diferencia entre una reserva de avión y la tarjeta de embarque, desconocen las calles de sus ciudades  y los teléfonos de sus casas, y son incapaces de retener cualquier fecha, sea la de la Revolución francesa o el cumpleaños de sus padres; miran el correo electrónico una vez al mes y mejor no les pidan ustedes que les envíen un mensaje con un fichero adjunto. Cuando viene el cartero a traer un correo certificado se ponen nerviosos porque piensan que a casa lo único que llegan son paquetes de Amazon que han encargado con cargo a unas Visas que no son las suyas. Lo dicho: no son tan listos.

    No,  señores, no son tan listos y lo peor, me temo que viven en un atontamiento permanente que ellos no perciben. Los aparatejos que llevan en sus manos mañana, tarde y noche, contribuyen largamente a crear esta generación de idiotas, en la que incluso los que llegan a ingenieros llevan aparejado el gen de la tontuna. El cafre de Millan Astray proclamó ante Unamuno "Muera la inteligencia"...Algo debió de quedar flotando en el ambiente desde entonces. Así son ellos, no sólo no tan listos sino además, bastante tontos.

jueves, 20 de julio de 2017

Mandados y mandones

    Facebook me ha recordado esta mañana cuando me iba a trabajar, que hace exactamente un año no sólo no trabajaba tal día como hoy sino que, además,  estaba subida a un helicóptero sobrevolando el cañón del Colorado...A veces habría que pedirle a Facebook que se ahorrara ciertos recordatorios, pues según te pillen con el paso cambiado, o se te saltan las lágrimas de emoción, o te dan ganas de tirar el aparato con su correspondiente pantalla a la basura. 

    No es peor mi condición este año que la del pasado, es simplemente otra cosa. Desde que habito en un nido vacío, me doy cuenta que hago, casi casi lo que me da la gana (con la salvedad de las horas laborables) y eso es toda una nueva sensación para mí. Porque a pesar de una cierta (e inmerecida ) fama de mandona que tengo entre mis seres queridos, resulta que no mando nada y encima, soy una perfecta mandada. Mi abuelo Clemente (un gran mandón por cierto) decía que no había nada más cómodo en este mundo que hacer lo que te mandaban otros que hicieras; porque para obedecer sólo hay que tener disciplina y mandar implica quebrarse la cabeza y pegar gritos, operaciones ambas un tanto desagradables.

   Hoy a la hora de comer, he compartido mesa (sin mantel) y confidencias con dos amigos con los que hemos rehecho el mundo y hablado de esa eterna adolescencia que empieza a los trece años y se acaba a los treintantos. Hemos hablado de esos adolescentes que nos obsesionan y no entendemos a pesar de lo que nos esforzamos en ello y creo que ahí radica la diferencia entre ellos y nosotros cuando éramos adolescentes y, probablemente nuestros padres tampoco nos entendían: nuestros padres no se esforzaban lo más mínimo por entendernos porque daban por hecho que mandar (como ellos mandaban) era suficiente y que nosotros obedecíamos, en espera de que algún día nos tocase mandar. Entonces el mecanismo era simple y ahora es complicado, y no sé si de esta complicación también le podemos echar la culpa a Internet.

   Nuestros adolescentes no aspiran a mandar, y quizás ahí radique buena parte del problema. Sólo aspiran a que les dejen hacer lo que les de la gana, algunos con esa molesta coletilla de "y qué pasa,  si no le hago mal a nadie".No aspiran a dar su opinión porque muchos de ellos pasan de votar, que ya es una manera de opinar y no quieren dirigir este mundo incierto y raro que se nos avecina sin comprender que si no lo hacen ellos, los que mandan  ahora, que ya son viejos, se perpetuarán en la poltrona de donde no habrá nadie que los desaloje. Y quizás entonces vean que obedecer, en contra de lo que decía mi abuelo, a veces no ni tan fácil ni tan agradable. Si esto es lo que nos ha traído el perroflautismo generacional, casi casi que estoy por evocar los gloriosos tiempos del Domund y los ejercicios espirituales.

    En estos apacibles días de nido vacío, en los que me encuentro rara por el simple hecho de hacer lo que quiero unas cuantas horas al día me pregunto qué se les pasará por la cabeza a estos chicos que aspiran a hacer lo que les da la gana a cualquier hora (eso sí, sin hacer mal a nadie) sin rendir cuentas, sin mandar y sin que les manden...Les deseo a todos fervientemente que despierten de su sueño y pongan los pies en la tierra antes de que venga un señor bajito y con bigote, o simplemente bajito y calvo, o con barba y vestido de chandall, o hasta con barba de medio metro y turbante y les diga cada día de sus vidas qué es lo que pueden y no pueden hacer...Y yo espero no vivir para verlo!

domingo, 16 de julio de 2017

El nido vacío

    En abril del 2016 escribí una entrada con el título de "Adivina adivinanza", que venía a ser la premonición de la de hoy, día de la Virgen de Carmen (por poner una efemérides hispana)  y primer mes de julio desde hace muchos años que me paso trabajando y en estas tierras nórdicas donde, visto el achicharradero en el que se ha convertido mi propia  tierra, no se está tan mal. 

    Resulta que los fenómenos paranormales que relataba en aquella entrada han vuelto a repetirse, si cabe, con mayor intensidad: el cuarto de baño no es una sauna finlandesa llena de restos de calcetines y toallas arrugadas donde a todas horas se escucha un rap. No hay que comprar un kilo de plátanos dos veces por semana y los yogures no se acaban. Hay un silencio placentero en toda la casa y cuando encendemos el Netflix nos encontramos con nuestro último episodio visto ("Designated Survivor" que les recomiendo vivamente) y nuestros reglajes sin cambiar. Las horas se estiran, el cesto de la ropa sucia tarda dos días en llenarse, no hay cargadores y cables varios tirados por las esquinas y nadie pregunta qué hay para cenar. Para quienes crían, o han criado a tiempo completo supongo que estas pistas son más que suficientes: los herederos se han ido y nosotros, sus padres, lejos de padecer el síndrome del nido vacío, llevamos dos días y dos noches disfrutando de una libertad que perdimos hace casi dieciocho años a manos de esos locos bajitos, como dice la canción. 

    También es verdad que andan cada uno por un continente y que me paso el día pegada como una ventosa a mi teléfono de la secta y sus múltiples aplicaciones mandando mensajes de todo tipo y a todas horas a los que esos seres invasores y ahora ausentes contestan con "si", "no" o "todo ok" porque en sus teléfonos, que son de la misma secta que el mío,  los teclados no deben dar de sí para escribir más letras que esas. Sí, lo confieso, fui una niña viajera y despreocupada y ahora soy una madre viajera y preocupada por los viajes de mis hijos. Nadie es perfecto, pero en mi defensa aduciré que yo me contentaba con la sierra de Gredos y estos hijos míos cruzan mares y oceanos, es o no es para preocuparse? 

    Como mis amigos más añosos y experimentados me dicen sin cesar que llegará un día en el que el síndrom del nido vacío se me eche encima, voy a tomarme los diez días que me quedan por delante como un agradable entrenamiento, y voy a intentar disfrutarlos con intensidad, aunque últimamente la vida me haya regalado dos o tres noticias tristes que me hayan dejado la boca con cierto regusto amargo. Por lo pronto voy a disfrutar de la paz de mi hogar y de la compañía de mi media naranja, sin tener que poner orden en el primero ni tener que exprimir la segunda. Esta tarde como los dos somos como somos, nos hemos puesto a decapar y barnizar la mesa de la cocina, tarea desagradecida y menos simple de lo que parece. Inevitablemente, nos hemos quedado sin mesa para comer en la cocina y sin tiempo para preparar la cena ("Designated Survivor" nos esperaba) y mientras nos zampábamos dos bocadillos  de tomate y mozzarella con sus correspondientes cervezas, me dije a mí misma que, para ser un día que había empezado con un funeral y muchas lágrimas, no estaba acabando tan mal. Porque independientemente de los locos bajitos y sus viajes, de las preocupaciones cotidianas, del olor a barniz en la cocina y de los sinsabores de trabajar en julio, me digo a mí misma que no hay nada mejor en esta vida que pasarla bien acompañado, muchos años, por la misma persona a ser posible. Los creadores de tendencias dicen que somos "Emptynesters" (malamente traducido por "ocupantes del nido vacío"). Yo creo que somos muy afortunados, y basta.

   

lunes, 10 de julio de 2017

Llorona

    Llorona soy y siempre he sido; mis estrógenos a la fuga no ayudan a remediarlo; dos o tres malas noticias en menos de 48 horas tampoco. Como hubiera dicho Rajoy "it is very difficult todo ésto", la vida es una constante ducha escocesa: un día te da el orgullo de madre por tener un hijo graduado camino de la Universidad y al día siguiente ya tienes ganas de matarlo otra vez. Otro día aparece un amigo querido como caído del cielo y un rato después te cuentan que otra ha fallecido. Y a todo ello sumemos el cambio climático, que hace que la ducha escocesa no sólo sea sentimental: un día te achicharras y al siguiente graniza y caen del cielo pedruscos de hielo. Hoy también he tenido mi dosis de malas noticias, no sea que me acostumbre a lo bueno...

    Hace unos meses le dije adios a una amiga, con mucho dolor y mucha pena; me apropié de los versos de Miguel Hernández y de su elegía a la muerte de Ramón Sijé, porque no sólo no tengo el talento literario que tanto persigo sino que, aún menos tengo el poético. Tanta era la pena que acumulaba que no era capaz de decirle adios por mí misma, necesité recurrir a las palabras de otro; y por supuesto llorar, mucho, en una mañana heladora de diciembre, en una iglesia fría como un témpano. 

    Ahora le tengo que decir adios a una compañera de trabajo, tentada he estado de decir de pupitre, aunque la expresión no sea la más adecuada. O sí...Este pupitre llamado puesto de trabajo nos dura muchos años más que el del colegio, y compartiéndolo, nos pasan muchas más cosas y más intensas que las que nos ocurrían en el pupitre de aprender a leer: en este pupitre es donde se aprende a vivir, que no es poca cosa. De ella ya les hablé en una entrada del mes de mayo (" Vida de funambulista") cuando me enteré que la muerte iba a robarme a otra persona querida. Vayan a ello si quieren más detalles. Hoy estoy triste, llorando por dentro cada minuto y llorando para fuera en los baños de mi oficina, de ese pupitre donde pasan cosas maravillosas que te hacen olvidar las malas y donde conoces a gente maravillosa que te acompaña en unos años decisivos de tu vida. 

    Soy llorona, y el llanto, me limpia los ojos y me desahoga tanto como el escribir estas líneas, que hoy van dedicadas a la memoria de Angeles, que era un ángel en singular, como el plural de su nombre indica. Ojalá descanses con toda la paz que te mereces. 

  

domingo, 9 de julio de 2017

De repente, un verano

    De repente, en un verano me he hecho vieja, o por lo menos, he avanzado un paso,  más allá del estado de señora madura en el que me encuentro. El viernes por la mañana me  levanté con el alba, me puse mi bolso y unos tacones y salí a la calle, no buscando amor como decía José Luis Perales sino buscando un diploma, camino del colegio de mi hijo, que se graduaba. Me he hecho vieja porque no dejaba de pensar en esos niños, algunos de ellos compañeros desde la guardería, a quienes he visto llevar pañales, pegarse en los patios, suspender, aprobar, ligotear en otras fiestas, cogerse sus primeras cogorzas, y ahora, por fin echarse al mundo de los adultos con un título en la mano que la única puerta que les va a abrir por ahora es esa, la de hacerse mayores. De repente, los niños se pusieron corbata, les dieron un papel con una nota y, me consta, que muchos de sus padres cumplimos dos años de golpe en vez de uno.

   Ya me he hecho vieja en otros ratos y otras ocasiones: cuando discuto con mis hijos sobre su afición al Rap y su poca afición a la lectura, por ejemplo. Cuando intento hacer una compra por Internet, el invento se atasca y me da un ataque de furia que descargo sobre el ratón del ordenador; cuando no entiendo los chistes que circulan por Facebook o sigo empeñada en pelearme contra todo lo que signifique racismo, intolerancia o xenofobia. Me siento vieja igualmente cuando defiendo la idea de Europa en la que vivo y en la que desempeño mi trabajo, cuando echo de menos los discursos de Jacques Delors, Emma Bonino, Simone Veil o hasta los del primer Felipe González.

    También me siento vieja cuando compruebo que cada vez es más difícil correr diez kilómetros en una hora, alargar las visitas al peluquero para teñirme más allá de un mes o poder beberme dos Gin-Tonics seguidos sin perder la  compostura. Me siento vieja cuando tengo que tomar pastillas por la mañana y procurar que no se me olviden. Me siento vieja cuando me compro pantalones rosas y anaranjados para ir sustituyendo todos los grises, negros y beiges que poblaban mi armario en aquel tiempo en el que no me sentía vieja. Y esta mañana, concretamente, me he sentido vieja cuando he tenido que perderla con los trámites varios derivados de que unos chorizos se hayan cargado la puerta de mi garaje intentando robarme un coche que no vale nada: he blasfemado y hablado de la delincuencia, como sólo una señora mayor y cascarrabias podría hacerlo. Y lo peor es que no me arrepiento mucho...

   Pero de vez en cuando (muy de vez en cuando) también me siento joven. Cuando voy a un concierto de música clásica y miro a mi alrededor la edad de quienes ocupan los asientos, todos cercanos a la octava decena; cuando me trago series de Netflix, capítulo tras capítulo, como sólo mis hijos saben hacerlo; cuando escucho los discursos de ciertos diputados españoles en el congreso, tanto del PP como de Podemos, que hablan como viejos y creen que van a un lugar de donde algunos, sin perder la juventud ni la frescura de ideas, ya volvemos. Me siento joven cuando estoy de vacaciones y soy capaz de caminar veinte kilómetros en un día mientras mis adolescentes se arrastran por las esquinas; cuando vuelvo a encontrarme con muchos amigos desperdigados por el ancho mundo, a quienes veo de Pascuas a Ramos pero con quienes el tiempo pasa contabilizado en décimas de segundo.

    De repente un verano, este verano que no me está saliendo como a mi me gustan los veranos, me he sentido no mayor, sino vieja con todas las letras, que ya es fastidio!

lunes, 3 de julio de 2017

Au revoir, Madame Veil

    Esta señora que se ha muerto hace cuatro días y que atendía por Simone Veil, ciudadana francesa, ex ministra de sanidad en dos ocasiones, primera mujer en presidir el Parlamento Europeo, premio Príncipe de Asturias y como anécdota, deportada en un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial por ser judía a pesar de no practicar su religión,  es una de las últimas personalidades políticas que van quedando en Europa, que además ha perdido también recientemente a Helmut Kohl, no somos nadie. Políticos nos quedan unos cuantos, mediocres la mayoría y de personalidad  tan plana como su encefalograma. Ciudadanas de esta maravilla llamada Unión Europea, que tanto se ocupa la prensa en denostar, con la personalidad, la biografía y la rotundidad de ideas de la señoa Veil, muy pocas. Estamos asistiendo, queridos lectores, al fin de las personalidades, pues  para ser alguien en la escena polítca, es casi mejor no tenerla. 

   Debería haber escrito estas líneas hace unos días, en el momento álgido de su duelo; pero un agitado fin de semana me lo ha impedido y de paso, la demora me ha permitido volver a leer su autobiografía, publicada en el 2009, un libro cuya lectura recomiendo vivamente por apasionante, conmovedor y bien escrito. Así, además de por la Wikipedia, se enterarán ustedes de muchos detalles de la vida de esta mujer fascinante, escritos en primera persona. Una mujer hecha de un material ya inexistente, aleación perfecta de fuerza de voluntad, coraje político, tolerancia y respeto por la vida humana por parte de alguien que a los 16 años pasó un tiempo tratada como una bestia y no como un ser humano, viendo como moría parte de su familia y teniendo ella misma, cada noche,  la muerte por almohada.

    La muerte de Simone Veil me ha recordado a la joven llena de entusiasmo europeo que fui (el entusiasmo persiste, la juventud se fue) y que se cruzó con ella por un pasillo hace casi veinte años. Fueron  un minuto o quizás unos pocos segundos, pero aún recuerdo sus andares decididos, su moño impecable y sus ojos azules; aún recuerdo su perfecto francés, su sentido de la argumentación y su ser y estar como mujer en un mundo de hombres. Salvo el moño, y la imposibilidad de asimilarme a una terrible experiencia como la de la deportación, todo en ela me parecíó entonces fuente de inspiración para ser la mujer que soy ahora.

    Ella fue la mujer que defendió el derecho a interrumpir el embarazo en condiciones legales y sanitariamente garantizadas, ley que defendió por encima de sus creencias y que le valió una persecución sin piedad en su tiempo, con cruces gamadas pintadas en la puerta de su casa...A ella con esvásticas, precisamente! Hoy mismo acabo de firmar una petición al presidente de la República para que pueda ser enterrada en el Panteón de París, siempre que ella no haya dispuesto nada en contra. Confío en el buen juicio de Macron y en que se apresuren antes de que se muera Jhonny Halliday o algún futbolista del tres al cuarto y vayan quedando cada vez menos huecos libres!

   Au revoir Madame Veil, ha sido un placer vivir en el mismo siglo que usted, verla en la televisión, escucharla en directo y leer sus escritos. Y ha sido un privilegio cruzarme con usted medio minuto por un pasillo y decirle "Bonjour Madame", e incluso pretender que usted me devolvió el saludo, vaya que sí!