Para suerte de mi amiga Guio, que quiere que le escriba una entrada cada día, sigo cerca de una wifi, no sé si por mucho tiempo. Y sigo dándole vueltas a una frase que me espetó una colega extranjera después de pasar unas vacaciones a caballo entre Madrid y Mallorca: "para los españoles, el ruido es un derecho humano". En aquel entonces, hace unos años, me pareció que exageraba; ahora me apropio de la frase y la suscribo pues, efectivamente, los españoles acatan un derecho humano no recogido en la Carta Internacional de los mismos que dice que uno hace ruido donde quiere, cuando quiere, a cualquier hora del día y (sobre todo) de la noche y que el prójimo se aguanta si le molesta porque haberse puesto él a hacer ruido primero. No creo que sean los muchos años de expatriación, aunque sin duda contribuyen, los que me hayan hecho llegar a tal conclusión. España entera es un ruido descontrolado y creo recordar, sin dejarme invadir por la nostalgia, que hace años, sin tanta legislación medioambiental por medio, no era así.
Uno entra en un bar y hay una televisión a todo meter que nadie escucha, porque es imposible con el ruido de la máquina del café que parece funcionar con un motor de avion, el camarero que seca platos y tazas y los deja caer de golpe sobre la barra uno a uno, el ciego que entra a vender los cupones, la máquina tragaperras que suelta su cancioncilla, los niños que gritan y los mayores que discuten; y todos a una, Fuenteovejuna, sumando decibelios que tienen como culmen al camarero cantando los pinchos y tostadas que hay que sacar de la cocina. Y con suerte, habrá quien pida que se suba el volumen del televisor, que no se oye bien.
Las calles españolas las riegan a las siete de la mañana con unos compresores de agua que parecen anunciar el apocalipsis, el césped se corta en los jardines a la hora de la siesta y las ciudades de provincia reciben cada fin de semana una invasión de solteros y solteras que se despiden de su alegre condición de ídems, cantando de madrugada "despacito" o llorando la borrachera a grito pelado. Las playas están llenas de jóvenes que hacen corro alrededor de esos terribles altavoces portátiles que escupen Reguetón a un volumen suficiente como para que se oiga en Siberia, los coches, a pesar de tener aire acondicionado, llevan las ventanas bajadas para que nos enteremos cual es la música que le gusta al vaina que conduce, y la televisión del vecino se oye mejor que la nuestra propia.
Exagero? A lo mejor un poco, pero vengan a pasarse un verano a España, que es noche y día un país de puertas y ventanas abiertas, prueben a desayunar en un bar, mejor aún, en uno de carretera y se darán cuenta que en este mi querido país, efectivamente, el ruido no es una molestia, es un derecho humano!