sábado, 2 de diciembre de 2017

Qué fue de Reagan? (La chica de ayer, 11)

    Eran cuatro hermanos, tres chicos: Reagan, Gadafi y Jomeini, y una chica: Imelda. Todos hijos de  Indira y de Gorbachov, o al menos sus dueños pensaban que Indira los había tenido con Gorbachov...Porque los cuatro hermanos eran cuatro Fox Terriers, un tanto menos Fox Terriers que lo que eran sus padres. A Imelda la separaron de ellos a una tempranísima edad, apenas unos meses porque, cosa extraña, alguien quería a la hembra de la camada, cuando suele ser al contrario. A Jomeini se lo llevó por delante el invierno, y alguna miasma que ni el veterinario se molestó en especificar. Quedaron los otros dos, revoltosos y chillones, destinados a ahuyentar más a las visitas que a los ladrones, de pelo alborotado y tono entre gris y marrón, ojos negrísimos y minúsculos dientes perfectamente alineados.  

Nadie se los quiso llevar, a pesar de los muchos carteles que los niños de la familia pegaron por todo el barrio, porque en la familia ya trajinaban con Indira desde hace años y con su elevada fertilidad, que les habia dejado un par de años antes a  Perón, Arafat y Mao, que como no eran hijos de Gorbachov, eran más presentables estéticamente. Aquellos salieron pronto de casa, y uno de ellos, que ahora se llama "kiki" es el perro del panadero, pero a éstos parecía no quererlos nadie. "Es cosa del nombre" dijo la matriarca, "quién se va a llevar a su casa un perro que se llama Gadafi?";  la abuela asintió y le dio la razón a su hija, como casi siempre, y decidió redoblar la cuota de rosarios para ver si un alma caritativa se llevaba ya de una vez a aquellos dos perrillos chillones que no le dejaban ver el programa de la mañana en paz. "Pues bien que se llevaron a Arafat, que es nombre de  terrorista" dijo el padre, culpable en uno de sus arranques de genialidad de que todos los perros de esa casa tuvieran nombre  de los estadistas de actualidad; "teníamos que haberlos echado al saco y con ellos al río, que es como se hace en mi pueblo, ahora ya es demasaido tarde".

    Efectivamente, así era en su pueblo y en todos los pueblos, en un tiempo en el que los animales no servían para posar ni para ligar en los parques, no se regalaban a los niños por su cumpleaños ni se planteaba que tuvieran valor educativo para la infancia. Las riberas de los ríos españoles rebosaban de sacos de tela con crías de perros y gatos ahogados poco después de nacer, porque eran pocos los perros y gatos que vivían con las personas, y menos aún los que se reproducían. Los animales de ciudad eran una casta mínima y privilegiada, no era cuestión que se multiplicaran. Menos los Fox Terrier de la familia Fernández, que habían conseguido repoblar toda una ciudad de provincias castellana con las sucesivas camadas de Indira. El problema ahora era deshacerse de este Reagan y este Gadafi que hacían ruido, ladraban a todas horas y molestaban a los vecinos, se escapaban escaleras  abajo en cuanto veían la puerta abierta y uno de ellos incluso le mordió la pata del pantalón a Basilio el portero, sin sangre,  por suerte. Los cuatro (que también eran cuatro) niños de la casa estaban encantados con los perrillos, e incluso fomentaban sus escapadas escaleras abajo porque les hacía gracia ver la velocidad a la que conseguían subir y baja desde un séptimo; "no se os ocurrirá sacrificarlos?" Preguntó inquisitoriamente el hermano portavoz, "tenemos que buscarles una casa" añadió, dejando claro que a sus diez años, una nueva generación de españoles, amigos de los animales y defensores de sus derechos, estaba velando armas. 

    El conflicto entre padres, hijos, abuela y vecinos, parecía entrar en un callejón sin salida hasta que un día, la madre Fernández y su asistenta Joaquina, en plena operación limpieza del salón, enrollaron una alfombra con la intención de sacudirla por el balcón. "Señora, parece que pesa más de la cuenta esta alfombra, " y la Señora:  "dale Joaquina, que para el mes de marzo vaya rasca que hace". En el minuto siguiente, una bola de pelo gris pardo se precipitó desde el séptimo hacia abajo a una velocidad bastante mayor de la que cogía por la escalera porque,  evidentemente, la alfombra pesaba por algo más que por el polvo acumulado durante el invierno. Y a los cinco minutos, la señora Fernández, Joaquina y Basilio el portero ya habían metido el cadáver de Reagan en una bolsa de basura, con la consigna compartida de "aquí no ha pasado nada". Cuando el padre de familia llegó por la tarde preguntó inocentemente si habían visto por la televisión las imágenes del atentado contra Reagan, de aquel mismo día, y Joaquina, que se estaba marchando, echó una lagrimita sólo por oir el nombre. El hermano portavoz preguntó por el perro en falta y la madre, mientras le daba la vuelta a la tortilla de patatas dijo " no os lo he dicho? Un primo de Basilio, de su pueblo, se lo ha llevado hoy mismo, estaba de paso en la ciudad". La abuela decidió añadir esa noche una novena más por el alma del finado Reagan y por la curación del otro, que estaba hospitalizado. Al fin y al cabo, se dijo, todos son hijos de Dios. 

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