jueves, 7 de diciembre de 2017

Víspera de santo

    Cuando sea más vieja que ahora o incluso viejísima, quizás recordaré que un día, víspera de mi santo, la ciudad en la que vivía, gris y oscura en esta época del año, se tiñó de ciertos colorines. Y antes de seguir con el argumento, quisiera aclarar que cuando sea viejísima (de entrada me gustaría poder llegar a ser viejísma, claro) quisiera conservar un par de cosas: las piernas ágiles  para caminar y una buena memoria; yo por mí lo guardaría todo, pero me temo que no va a ser así. 

    Pues bien, un día cuando sea viejísima, no sé si esto tan pasado de moda de celebrar los santos seguirá interesándole a alguien. Yo ya me he acostumbrado a pasar por alto este día y a que lo pasen por alto los demás; y no se crean, el camino a recorrer ha sido largo cuando se viene de una casa donde yo era Concha  Tercera después de Concha Primera y Concha Segunda y de un país en el que cuando quisieron quitar la fiesta de mi Santo a favor de Santa Constitución (con toda la razón por otra parte) se echó a la calle en masa y con golpes de pecho. Durante muchos años creí que el día de mi santo era especial, que no lo es en absoluto, y algún día recordaré que en la víspera de uno de esos días ya nada especiales, varios miles de ciudadanos de una región de España vinieron a protestar a donde vivía yo en aquel momento, que no era España. Puede que entonces, con la perspectiva de los años,  lo encuentre aún más absurdo de lo que lo he encontrado hoy. 

    Miren ustedes, en esta ciudad donde vivimos unos cuantos que nos consideramos (sobre todo) ciudadanos de Europa, estamos acostumbrados a que vengan a protestar todos los colectivos, sindicatos y profesiones del mundo. Nos cortan el tráfico, nos obligan a alterar nuestra vida cotidiana, tenemos que madrugar más y organizarnos para llevar y traer niños, no llegar tarde a trabajar, etc. A veces nos rompen los escaparates o las farolas y nos llenan los parques de basura, latas, octavillas y restos de pancartas, pero qué se le va a hacer. En muchos casos vienen gentes que sufren, de países y repúblicas lejanas que hasta cuesta pronunciar, y con problemas serios de torturas, guerras, secuestros, presos políticos y desaparecidos y conflictos gordísimos acompañados de pobreza gordísima también. Los lugareños lo soportamos todo estoicamente porque somos tolerantes para empezar y porque de todo ello también aprendemos que en este primer mundo vivimos casi todos como marqueses comparado con los tres cuartos miserables del globo terraqueo.

    Pero hoy, víspera de mi santo, han venido a protestar unas gentes provenientes de un país rico, donde la gente no pasa hambre (no al menos la mayoría) con democracia y cierto estado del bienestar. Vienen de una región  con buenos transportes, autopistas y aeropuertos; con un nivel cultural y una renta per cápita más alta que la del resto de los ciudadanos de su país, con escuelas punteras y universidades con las mejores calificaciones posibles. Viene quejándose de vivir bajo una dictadura (Franquista, decían muchos que no deben haberse enterado que en nada celebraremos las bodas de Oro de su entierro) de no tener libertad de expresión y de temer que los lleven a la cárcel por sus ideas; aseguran que les roban sus dineros ahorrados con sudores y que Europa hace oidos sordos a todos los atropellos que la policía, el ejército, el gobierno central y hasta la Conferencia episcopal o la liga de fútbol comete en su territorio. Han venido además todos vestidos de amarillo y ondeando esas banderas que son un cruce peligroso entre la cubana y la de cualquier república centroafricana. Quién los entiende? 

    Yo he tenido que andar mucho por la calle hoy, por circunstancias varias, y en cada esquina y cada parada de metro allí estaban ellos, familias enteras de padres, abuelos y nietos de corta edad gritando consignas extrañas y sobre todo, poco veraces. Yo no entro al trapo porque me digo que el mejor servicio que puedo hacerle a mi país es no enfrentarme a otros seres de ese mismo país que es el mío. Lo hago por mis abuelos, que padecieron e hicieron  una guerra donde unos sí entraron al trapo con otros hasta que empezaron a matarse. Lo hago por mis padres, que vivieron, ellos sí, en un país donde faltaba todo eso que a los de amarillo hoy no les falta. Y lo hago por mis hijos, que se merecen un país mejor para el día de mañana. 

   Y mañana es mi santo, que no es nada; pero cuando sea vieja o viejísima,  me acordaré que un año, que no lograré recordar cuál fue, los de amarillo invadieron la ciudad donde vivía pidiendo a gritos algo que ya tenían. Hay que vivir para ver...

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