viernes, 23 de febrero de 2018

Para adolescentes (Los Diez Mandamientos , 1)

    Nota explicativa: además de la serie de cuentos que aquí van apareciendo bajo el epígrafe de "La chica de ayer",  para no aburrirme de contar las mismas cosas y del mismo modo, he decidido iniciar otra serie que voy a llamar "Los Diez Mandamientos" y que irá apareciendo a medida que encuentre sujetos pacientes susceptibles de que se les apliquen diez mandamientos de lo que sea. El primer sujeto paciente de esta serie, como no podría ser de otra manera, ya lo tienen ustedes aquí: esos entrañables adolescentes que estamos criando, no sé si acertadamente. Y otra nota màs: he tenido que buscar en Internet la lista de los Díez Mandamientos, porque muchos años de educación católica y una buena memoria no  me han bastado para recordarlos en su debido orden. Está claro que incluso las buenas memorias solo recuerdan lo que les conviene!

1- Amarás a tu iPhone sobre todas las cosas. No porque sea un objeto de lujo, caro y muy útil, sino porque eres consciente que sin él no eres nada ni nadie, no tienes personalidad ni razón de existir; sin él no hay nada que te ate al mundo y es tan necesario para vivir como el aire que respiras.

2- No tomarás el nombre de Internet en vano. Por las mismas razones que en el punto anterior, para qué vamos a repetirlas.

3- Santificarás los días de diario. A pesar de que hay que ir al colegio y levantarse pronto, y accesoriamente estudiar, hay que reconocer que son mucho más entretenidos que los domingos, con todas las tiendas cerradas y tus padres en casa dando la matraca o proponiendo planes peregrinos como ir a ver una exposición ...

4- Honrarás a tu padre y a tu madre porque no te queda otra. Al fin y al cabo son los que van a la compra, hacen la comida, lavan y planchan tu ropa, financian tus estudios por muy rollo que te parezcan  y  pagan con su tarjeta todo lo que compras en iTunes y en Amazon. A cambio solo piden.  que te pongas un abrigo en invierno (o calcetines cuando el termómetro baja de 5 °C) y que te acuerdes de sus cumpleaños y de cerrar la puerta con llave cuando sales. Algunos piden más, ahí ya entra en juego la suerte que te tocó en el reparto!

5- No matarás (por supuesto) y, sobre todo, no te matarás lentamente fumando ese tabaco que ya sabemos hasta los más tontos que es una porquería química; o fumando esos porros que te vuelven idiota o atiborrándote de ese alcohol de garrafa que no sabe a nada bueno y deja tu cerebro como el corcho. Avisado estás.

6- Cometerás todos los actos impuros que te de la gana siempre que sea porque quieres y consientes y siempre que lo hagas protegido. El SIDA no es como la Viruela, no se erradicó en los años 80.

7- Robarás a los bancos o a las multinacionales farmacéuticas, si es que hay que robar; pero deja tranquilos a los músicos, directores de cine y similares, que cobren sus derechos de autor, que de ello   viven;  y acuérdate que descargar (ilegalmente) y robar son ambos verbos de la primera conjugación y muy similares en el fondo.

8- No mentirás;  y en la categoría de mentiras entran también cosas como falsificar las notas, pirarse las clases, llegar tarde a la cita del ortodoncista (o ni siquiera acudir) irse de fiesta nocturna pretendiendo que estás estudiando en casa de un amigo, ocultar las fechas de los exámenes, pedir dinero para comprar libros de clase que no hay que comprar, largarse por las mañanas sin desayunar y negarlo o perder las llaves de casa y ocultarlo durante semanas. Te sorprende? Pues hay más!

9- Consentirás todos los pensamientos y deseos impuros que quieras siempre que éstos no caigan en el lado oscuro de Internet, no te conviertas en un yihadista, o en la versión corregida y aumentada de un vegano talibán.

10- No codiciarás los bienes ajenos hasta el punto de creer que convirtiéndote en una Kardashian, en Paris Hilton o en el Rubius y demás Youtubers, podrás conseguirlos. Presentarse a “La voz” o al “ Gran Hermano” tampoco vale. Hasta que descubras que irremediablemente hay que ganarse el pan con el sudor de tu frente...

martes, 20 de febrero de 2018

La letra, y la sangre con la que no entra.

   Al lado de mi casa hay un casoplón o palacete (según se mire) que desde hace quince años ha tenido diversos usos, entre ellos el de ser una de esas mini embajadas de gobiernos regionales creadas en los tiempos de la,opulencia y que en los tiempos de la crisis demostraron su inutilidad porque nadie las echaba de menos.

     Ahora es un colegio, un tanto particular porque no es público ni de curas o monjas, sino una cooperativa de padres que han decidido que lo que le ofrece la enseñanza en este país no les gusta y en vez de fundar una Startup o un negocio de comidas a domicilio, han fundado un colegio donde llevar (supongo que ese es el objetivo) a sus propios hijos. Estos padres llegan cada mañana en bicicletas a las que enganchan toda suerte de artilugios rodantes, triciclos, bicicletas a pequeña escala y demás aparatos destinados a ahorrar gasolina y contaminación y de paso exponer a tus hijos a los peligros del tráfico. Vienen disfrazados de bomberos o zapadores con todo tipo de cascos y chalecos reflectantes, y como son siempre los mismos se saludan unos a otros en franca harmonía. Los niños, todos aún de corta edad, llegan por la mañana pedaleando y sonriendo, y salen por las tardes con la misma sonrisa de oreja a oreja; debe ser uno de esos colegios donde los niños expresan su creatividad, pintan en las paredes, desarrollan habilidades , socializan y crecen convencidos de estar predestinados a mejorar el mundo...Benditos ellos.

    Nada tiene que ver ese colegio con el que fui yo, un oscuro caserón (que no casoplón) con un patio de cemento, del que a pesar de todo guardo fantásticos recuerdos. Pero siendo contemporáneos, nada tiene que ver tampoco con el colegio al que envié a mis hijos, donde aprendieron lo que buenamente pudieron en varios idiomas y se hicieron amigos de chicos y chicas de veinte países. Mis hijos memorizaron, sufrieron con las matemáticas, se aburrieron con la historia  e hicieron dictados y análisis sintáctico, que debe ser como actividad lo más viejuno e ínútil que se puede hacer en una escuela, aparte de llevarle flores a la Virgen cuando el colegio es de monjas.

    Mis padres sí que llevaron flores y rezaron rosarios, escucharon a pie firme el himno nacional (y cosas peores) e izaron bandera, aprendieron ríos y cordilleras y la única habilidad que les fomentaron fue la de la costura a las chicas. Con mis abuelos hablé poco de sus colegios respectivos, que se remontan ya a los años veinte del siglo pasado. Mi marido también trabaja en un colegio donde no se dedican a fomentar la creatividad a costa de añadir capas de pintura a las paredes, pero donde sí se preocupan (me consta) por formar ciudadanos responsables; él sí me cuenta de sus años de colegio, que era contemporáneo del mío pero en otro país, y veo que se repite la misma historia: nunca sabremos si lo que aprendimos de forma tradicional, gastando mucho codo y memorizando mucha inutilidad es mejor o peor que esas capacidades resolutivas y esas competencias creativas que han venido a sustituir al saber tradicional.

   Lo que yo si sé, y ustedes también lo saben, es que en ninguna de todas esas escuelas que he descrito anteriormente, sean de monjas, de frailes, del Opus, del estado, de una cooperativa de hippies o de burgueses acomodados;  en ninguna de ellas, la preocupación principal es la de que un día entre un ex-alumno despechado y desalmado, armado hasta los dientes con una ametralladora y la emprenda con todo el que se le cruce en su camino. Que protestemos de que nuestros retoños se salten la disciplina, tengan a los camellos vendiéndoles mercancía a la puerta o aprendan cosas que no debieran no es agradable, de acuerdo; que mandemos a nuestros hijos al colegio pensando en que cualquier día nos los devolverán cadáveres, como si les hubieramos mandado a una trinchera de la Guerra del 14 es otra cosa. En este país donde vivo, y en otros en los que viví antes, no sucede porque,  saben ustedes, nuestras leyes no nos garantizan el derecho a tener y usar un arma como quien tiene un patinete. Porque ésto es Europa, vieja, culta y civilizada; y aquello, muchas veces, es todavía el salvaje Oeste.

miércoles, 14 de febrero de 2018

Quien lo probó, lo sabe (La chica de ayer, 14)

   El caballero espera pacientemente delante del mostrador de Sephora a que una dependienta se haga cargo de él. Va bien vestido, corbata y camisa impecable, olor a loción de afeitar, peinado hacía atrás,  zapatos lustrados, en absoluto aparenta los casi 75 años que tiene.
- "señorita necesito una sombra de ojos en ocre clarito, y rimmel, y unos polvos y barra de labios que vayan a tono  con la sombra de ojos, ayúdeme, por favor"
  La señorita intenta disimular su extrañeza dada la edad del cliente, que rapidamente aclara "son para mi mujer, que está en una residencia;  se le han acabado las pinturas, y a ella le gusta estar siempre impecable". La dependienta sonríe y ayuda al caballero, al que vamos a llamar Ernesto:
-  "no me de marcas desconocidas, ella siempre usaba Lancôme, lo recuerdo". 

    Ella siempre usaba...Por qué será que cada vez más emplea el pasado para hablar de esa mujer a la que visita cada tarde en una residencia; esa mujer a la que vamos a llamar Carmen, y que es su mujer desde hace 45 años. Esa mujer que no hace tanto le decía "Ernesto jubílate, que a este paso nos pillaremos algo y nos quedaremos sin ver la Patagonia". Porque Carmen quería conocer la Patagonia, y San Petersburgo, y durante muchos años estos dos viajes fueron el plan a ejecutar en cuanto Ernesto se bajase del estrado, donde era  buen orador y aún mejor abogado. "Carmen tengo casos importantes entre manos, clientes que me necesitan". Y Carmen, pacientemente, seguía ocupándose de unos hijos que ya no la necesitaban y dando unas clases particulares de francés que cada vez tenían menos clientes. Y mientras Ernesto se resistía a dejar de ser un abogado brillante, ella poco a poco iba perdiendo brillo, mientras ojeaba sin descanso los folletos de las agencias de viajes. "Ernesto acuérdate que me lo has prometido", repetía una y otra vez mientras Ernesto apuraba a grandes tragos los últimos momentos de su vida laboral.

    A Carmen le corría prisa el viaje no porque los glaciares de la Patagonia se fundieran, sino porque desde hacía un tiempo perdía las llaves de casa, salía a la calle sin saber para donde tirar y lo peor, comenzaba a confundir olores y sabores. Y cuando finalmente, ya bien cumplidos los setenta, Ernesto decidió cerrar su despacho, Carmen comenzó a mezclar las noches con los días, a perder el equilibrio y a mostrar un humor de perros que nunca había tenido. Desde hace tres años, Carmen vive en una residencia que está en un planeta habitado por ella y sobre todo por lo que queda de ella; un lugar ni lejos ni cerca, poblado de sombras chinescas de las personas que un día fueron más  personas de lo que son ahora. 

    Con el paquete de los cosméticos preparado, se apresura a pasar por la floristería de su barrio, donde se hace con una docena de rosas rojas al precio de escándalo que sólo un 14 de febrero pueden alcanzar, y como cada día, está en la puerta de la residencia cinco minutos antes de que empiece la hora de visita. Tendrá que pedirle ayuda a una de las enfermeras para maquillarla, de eso él no sabe. Va a pedir que la vistan para salir porque se la va a llevara a merendar a la cafetería que unos portugueses acaban de abrir a la vuelta de la esquina. Cuando llega a la habitación de Carmen, allí está ella, esperando como siempre a ese señor que viene a verla cada día y al que todos los demás llaman "su marido". Ernesto le alarga las flores y le susurra al oído las mismas palabras que desde hace tres años le repite cada tarde: "lo siento por la Patagonia que te prometí, cariño, pero aquí estaré cada día del resto de tu vida". 
- "Y esas flores?"
- "Hoy es San Valentín" 
- "También me prometiste que jamás celebraríamos esa cursilada" responde Carmen con una mirada a medio camino entre la resignación y la malicia. 

   Y sonríe Ernesto para adentro, diciéndose que en la noche oscura de la demencia, aún, muy de vez en cuando, asoma un rayito de luz y que, señoras y señores, como dijo el poeta, "dar la vida y el alma a un desengaño, esto es amor, quien lo probó, lo sabe".


domingo, 11 de febrero de 2018

La viejunez

    En una semana en la que la polémica ha sido si es viable o no llamar a una señora “portavoza”, toda vez que ya nos hemos medio acostumbrado a ver juezas, alguacilas y presidentas, creo que me puedo tomar ciertas licencias y titular mi entrada con una palabra (o cabría decir “palabro”?) de mi invención. A lo de “portavoza” no le voy a dedicar ni una línea más porque, como muy bien ha declarado mi amiga Marta que tiene toda la gramática grabada en su prodigioso cerebro: no se puede hacer la revolución y el ridículo al mismo tiempo, al final sale lo que sale...No se crean que me he equivocado y,  queriendo hablar de la vejez, que es una de mis sempiternas obsesiones, me ha salido este título, no es eso. Quiero hablar de una fase previa, en la que creo que me encuentro, y para la que la palabrita inventada creo que va como anillo al dedo; en lo que llega la vejez de verdad, ésto es lo que hay. 

   Y qué es lo que hay? Pues mucha vuelta a las canciones que escuchamos hace veinte o treinta años, aunque haya algunas de hace menos que también nos gusten; las de hace treinta años nos recuerdan que fuimos jóvenes y nos comíamos el mundo a bocados; otras más recientes pueden ser bonitas pero no tienen ese efecto catártico. Yo llevo casi un mes circulando con Carole King en en el coche. Antes de que alguno me pregunte que quién es esa, les dejo una muestra: 



   Cuando yo escuchaba esa canción en un radiocasette, pasabas noches de primavera estudiando unos exámenes que ahora mis hijos pretenden empaparse a golpe de Rap. Y cuando escucho el doble CD (otra cosa viejuna dentro de nada) con las canciones de Carole King, no creo que su música haya envejecido (como si lo han hecho las canciones de Meccano cuando las ponen en “Cuéntame”, por ejemplo) simplemente han cogido años y cierta solera, como el buen vino. 

    Hablando de vino, y concretamente del tinto: otra bebida que me hace sentirme mayor porque de mí para abajo a casi nadie le gusta; y cada vez más los invitados a mis mesas me piden blanco e incluso me piden Lambrusco, que es un vino italiano que yo probé por primera vez en mis años de estudiante italiana y que ahora lo debe de embotellar el Mercadona y ponerlo de oferta cada semana, porque la gente joven pide Lambrusco en los bares. Del Orujo mejor ni hablamos, la última vez que lo reclamé en casa ajena me miraron como si pasara mis días y mis noches en el hogar del pensionista. Mis coetáneos aprecian el buen vino tinto, pero los paladares más jóvenes sólo distinguen y opinan de gin-tonics.

    Ir al cine para ver la película que ponen, a ser posible sin mayores interrupciones ni molestias, también es un signo de “viejunez”, porque al cine se va, como a tantos otros sitios, a beber Coca-Colas, responder Whatsapps y decir a los que te llaman “luego te llamo que estoy en el cine”. Y así, podría enumerarles toda una serie de acciones que llevan pegadas el adjetivo calificativo “viejuno”, en lo que pasan cinco años más e irremisiblemente se acaban llamando “viejas”. Ejemplos: leer libros de más de quinientas páginas que no sean parte de una trilogía de asesinatos en serie, comprar el periódico los domingos con todos sus suplementos y hacer los crucigramas, subir a un avión con la tarjeta de embarque impresa en papel, pedir un coñac en los bares de copas, desayunar churros en vez de Muesli con frutas tropicales, aconsejar a nuestros hijos que se hagan funcionarios, votar en todas las elecciones, preguntar a un transeúnte la dirección de una calle en vez de mirar el Google Maps, abrigarse en invierno, usar el IPhone para llamar por teléfono, felicitar a tus parientes por su santo, llevar el mismo bolso desde hace mas de tres temporadas, y pensar que lo de esta humanidad tecnológicamente dependiente tiene aún remedio. 

    Podría seguir con la lista pero temo aburrirles. En lo que la RAE me aprueba lo de la viejunez, aquiestoy practicandola y esperando a que llegue su prima hermana, la vejez, con un buen cuchillo afilado en la boca. Y mañana lunes, que eso tampoco tiene remedio. 

jueves, 1 de febrero de 2018

Jubilarse con júbilo

    Ayer fui a la fiesta de despedida de un colega que se jubilaba. Vaya, no era un colega cualquiera sino mi amigo el madrileño, que tampoco es un madrileño cualquiera sino uno de pura cepa, que no sé si tiene ocho apellidos madrileños, o si se sabe de memoria "La Verbena de la Paloma", pero es madrileño por los cuatro costados familiares y no de esos que son de Madrid pero encuentran que es más exótico decir que tienen dos abuelos vascos y uno manchego, por ejemplo. Para que se hagan ustedes una idea, yo a mi amigo madrileño, a quien quiero y aprecio en cantidades industriales, me lo imagino así: 

   Pero esa es mi imaginación calenturienta, porque mi amigo madrileño es un señor elegantísimo, de aspecto impecable, modales sin tacha, simpatía a raudales y voz de locutor de Telediario de los de antes. Y en esta España plural y cada vez más reivindicativa de lo cateto y de la pequeñez regional, mi amigo es abanderado de la capital,  grande y desmesurada y,  como a él le gusta decir, cruce de culturas ("carrefour de cultures" en el original). Y además, europeo y europeísta hasta los tuétanos, algo en lo que desde mi ser de provincias, también coincido con él.

    Como el siglo XXI se tiene que imponer con todas sus pintorescas costumbres, en mi trabajo cuando alguien se jubila le escribimos comentarios, dedicatorias y buenos deseos en una página web dispuesta a tal fin. Y claro está, estos días previos a la fiesta de despedida, mi amigo ha recolectado un sinfín de comentarios  (siglo XXI obliga, al estar en  una página web los vemos y leemos todos) amables y bienaventurados, como la ocasión se presta. Ahora bien, lo que me ha encantado es ver la unanimidad de todos los que han escrito en una cosa: "lo que nos has hecho reir y qué buenos ratos hemos pasado juntos" o incluso en dos si añadimos otro comentario recurrente: "qué bien has empleado tu buen humor para hacerle frente a las dificultades del trabajo". En un mundo de eternos malhumorados, personas tóxicas, dardos profesionales y gente obsesionada por repartir coces y pisotones, la mejor manera de perdurar en el recuerdo ajeno, no es sólo ser un buen tipo (que lo es) sino ser alguien que  ha hecho pasar buenos ratos y reir a los demás en un lugar a donde el común de los mortales no va precisamente a pasar buenos ratos y a reirse. Me descubro ante tamaña habilidad! Y de paso,  lanzo uno de mis dardos contra toda esa industria de lo Zen, el relax, la autoayuda, la autocomplacencia y tanta tontería también propia de este siglo: hagan ustedes reir a sus semejantes! Y verán que todo el resto sobra. 

    Querido Alfonso, te voy a echar de menos en mi puesto de trabajo (fuera de él espero seguir viéndote y disfrutando de tu compañía) sobre todo porque nadie como tú ha sido capaz de transformar mis invectivas, mi refunfuñar y mis quejas en golpes de sano humor y regocijo colectivo. Ahora que ya no estás tú, voy a tener que ser buena y empezar a cultivar en grandes dosis esa cualidad que te define y que nos ha cautivado a todos los que hemos tenido el privilegio de trabajar contigo: tu buen humor y tu capacidad para hacer reir. Me aplico desde hoy mismo, lo prometo. 

   Y tú, amigo, a jubilarte con júbilo! Como no podrías hacer de otra manera. Para que veas, te dejo tu canción favorita, que no me gusta nada, pero el mensaje es certero: sólo se vive una vez!