viernes, 16 de marzo de 2018

Vidas Sabáticas

    Tengo 52 años. Mis padres nacieron en la posguerra. De mis dos abuelos, uno hizo la guerra y el otro era tan viejo que hubiera podido hacer hasta la del 14 si España hubiera participado. Mi padre trabajó todo lo que pudo y se murió justo antes de jubilarse. Mis hermanas trabajan, mis amigos también. Mi marido trabaja y encima educa, que ya es como tener dos trabajos; sus padres hicieron la guerra peleando contra los Nazis y después trabajaron como leones para levantar ese cementerio en el que se había convertido Europa. Todos los que nacimos en los felices 60 y 70, venimos de ese tronco común de una humanidad que tenía por costumbre intentar autodestruirse a bombazos periódicamente y que salió adelante por el empeño de toda esta clase trabajadora de dejar un futuro mejor para sus hijos, nietos y demás sucesores.

    Entre nosotros, los nietos de la Europa en guerra, y los que han venido después, unos californianos supuestamente inteligentísimos inventaron una nueva manera de ver el mundo, de relacionarnos, de aprender y de enseñar. Pusieron en nuestras manos un montón de aparatos con pantallas de variado tamaño y funciones y ya nada fue lo mismo. Su gran visión fue precisamente adivinar que en un futro a corto plazo todo lo que somos y viéramos pasaría por esas pantallas. En la generación de los biznietos ya no hay nada que no esté al alcance de un click: ni la vida, la muerte, la salud o la enfermedad, ni el odio ni el amor, la paz, la guerra y el mundo en su inmensidad. Ese mundo que yo una vez exploré en aquellos atlas de colores chillones consciente de que,  para verlo de verdad, primero tendría que hacer los deberes. Los menores de 35 años a día de hoy, ya no creen que haya que hacer los deberes, y es más, nos acusan de dejarles en herencia un mundo contaminado, lleno de basura tóxica y de habernos gastado todo el dinero de la hucha. Como remedio ante tanta desesperanza, lo único que se les ocurre es tomarse un año sabático para descansar   de un cansancio que no sabemos de dónde les ha venido.

    Un año sabático para recorrer el mundo en el que no creen y que ya han visto por Internet; para reflexionar sobre la propia falta de reflexión (qué difícil es reflexionar cuando se ha decidido que leer no sirve para nada) y a ser posible para hacerlo en Australia o Nueva Zelanda, porque está claro que en Oceanía, aún sin saber situarla en el mapa, se piensa mejor que al lado de casa. Un año sabático que muchos reclaman como un derecho humano cuando no saben ni cuando ni cómo esos derechos humanos se proclamaron.  Esta gente joven eventualmente, y eternamente infantil, lo que quiere verdaderamente es vivir una vida sabática, suspendida en el tiempo y paralela a la vida real. Quieren dormir noche y día, y bajo una apariencia de falsa austeridad, vivir con los ojos cerrados para no ver una realidad que no les gusta en vez de hacer lo que toca a su edad: hincarle el diente a esa realidad por fea que sea e intentar cambiarla. Son hippies a destiempo, pero encima sin la gracia ni la creatividad de los hippies de los Sesenta, que algunos son sus abuelos, dicho sea de paso.

    En esa cosa folclórica del año sabático, que los padres progres nos venden como un rito decisivo para madurar, aclarar las ideas y convertirse en ciudadano de pro,  hay más de un conejo en la chistera. Y me da que el conejo de la madurez y la reflexión no es el que sale en primer lugar ni más facilmente; y sí lo hace el de las vacaciones eternas, e incluso el de la resistencia a madurar. A estos niños que se creen merecedores del año sabático, lo que de verdad les gusta es vivir una vida sabática, suspendida por dos hilos muy delgados sobre el abismo de la vida real, que es donde habitamos los demás que,  con  más o menos remuneración, somos todos clase trabajadora. Les deseo por su bien que despierten del sueño eterno, porque la vida real es mucho más interesante y cierta que la vida sabática, que es una pamplina!

No hay comentarios:

Publicar un comentario